Edogawa Ranpo, El lagarto negro, Salamandra, 2017.
(Kurotokage, 1934)
Traducción de Lourdes Porta.
Akechi Kogorō es el detective más famoso creado por Edogawa Ranpo (1894-1965), el gran clásico de la literatura de misterio japonesa. Desde su primer caso «D-zaka no satsujin jiken» («El asesinato de la cuesta D», Shinseinen, enero de 1925), recientemente incluido por Satori en Los casos del detective Kogoro Akechi, Akechi apareció en unos cincuenta títulos de Ranpo, ya fuera solo o con su banda de niños Shōnen tantei dan (Equipo de chicos detectives). Perspicaz y astuto, maestro tanto de la lógica como del disfraz y experto tirador, tiene todas las características de los genios detectivescos de la época dorada del género.
El lagarto negro narra el duelo de Akechi con uno de sus más temibles adversarios: la criminal que da título a la novela. El lagarto negro es un reto para Akechi no sólo porque le iguala en inteligencia, sino porque sus motivaciones son distintas de los criminales comunes. No busca acumular dinero, sino cosas hermosas, ya sean piezas de arte o seres humanos. Además, pone por encima del simple beneficio el placer de conseguir crímenes imposibles, hasta el punto que siempre avisa a sus víctimas antes de desvalijarlas. Le apasiona el reto intelectual del crimen, más que el objeto que roba.
En esta obra en particular, sus objetivos son Sanae, la hermosa hija de un rico industrial, y el diamante «La estrella de Egipto» que su padre posee. Por ellos, Akechi y El lagarto negro se baten en duelo a través de una serie de combates lógicos que libran a cara descubierta. Con tanto descaro como elegancia, la criminal reta directamente a Akechi y pronto su duelo intelectual cobra más importancia que los propios objetos que roba. Protagonista y antagonista se admiran y valoran mútuamente, hasta límites casi eróticos.
La novela muestra la madurez de la ficción detectivesca en su versión clásica en el Japón de los años treinta. El autor sabe que su audiencia conoce a la perfección los tropos tradicionales del género y nos propone un continuo juego metaficcional con ellos. Habitaciones cerradas, dobles, disfraces, cambiazos… Los guiños al lector se suceden, y llegan incluso a hacer referencias explícitas a otras obras de Ranpo, cuyos trucos usan los protagonistas sin esconder su fuente.
Para conseguir este tono cómplice y auto-referencial es clave la particular voz narradora que guía la lectura a través de las trampas y acertijos que se proponen los personajes, y nos explica sus soluciones. Éste es un narrador que nos apela directamente, a veces enfatizando lo insólito de cierta escena, otras lanzándonos un guiño cómplice, consciente de que ya sabemos perfectamente quién se esconde tras un disfraz o un subterfugio. El narrador ofrece también un comentario moral sobre la acción, recalcando la maldad de los criminales y la nobleza de Akechi. Sin embargo, nunca resulta moralizante, puesto que detrás de sus comentarios es muy fácil ver la fascinación, o incluso el morbo, que siente por los horribles crímenes que describe, y que sabe que comparte plenamente con su público lector.
El lagarto negro ha tenido siete adaptaciones televisivas distintas, cuatro al manga y una al teatro, creada por el célebre escritor Mishima Yukio (1925-1970). Mishima tiene un antológico cameo precisamente en la más famosa de las dos adaptaciones cinematográficas de la obra (ambas hechas a partir de su versión dramática): la película dirigida por Fukasaku Kinji en 1968 con Miwa Akihiro como Lagarto negro, una indiscutible obra maestra de la estética camp de los años sesenta.