Ishihara Shintarō, La estación del sol, Gallo Nero, 2014.
Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.
214 páginas.
Esta antología reúne cuatro relatos de la primera etapa de Ishihara: «La estación del sol» («Taiyō no kisetsu», Bungakukai, julio de 1955), que le valió la 34a edición del Premio Akutagawa, «La clase gris» («Haiiro no kyōshitsu», Hitotsubashi bungei, diciembre de 1954), «La cámara de torturas» («Shokei no heya», Shinchō, marzo de 1956) y «El chico y el barco» («Yotto to shōnen», Riyū naki fukushū (Venganza sin motivo), 1956).
Los cuatro textos comparten un mismo universo temático alrededor de los jóvenes de la generación nacida en los primeros años de la era Shōwa (1926-1989), que experimentaron el militarismo y la guerra pero no fueron lo suficientemente mayores para combatir en ella. En las historias de Ishihara los hombres jóvenes de su generación son los protagonistas absolutos. Rebeldes por naturaleza, su energía juvenil sin rumbo les lleva por caminos autodestructivos, a ellos y a las mujeres que se sienten fatalmente atraídas por ellos.
Es un mundo donde los adultos están completamente ausentes y cada joven debe inventar y defender su propio sentido vital. Testigos de la debacle del sistema ideológico imperial tras la derrota de 1945, estos jóvenes desconfian profundamente del lenguaje, la racionalidad y la moral establecida. Lo único que les parece verdadero y auténtico es la inmediatez de la experiencia corporal, ya sea expresada en la competición deportiva o directamente en la violencia. El protagonista de «La estación del sol», por ejemplo, obsesionado con el boxeo, explica así su actitud vital: «Tan solo aceptaba el placer violento. Lo esencial para él era hacer lo que le venía en gana. El porqué poco le importaba. […] No consideraba más que la pura acción» (p. 45). En «La cámara de torturas», otro personaje dice: «Por nada del mundo voy a ponerme a pensar en las razones de lo que hago. Lo hago porque me da la gana. Con eso basta» (p. 131).
Estos jóvenes son herederos espirituales del Ango de “Darakuron” (“Sobre la decadencia”, 1946) y la «literatura de la carne» (nikutai bungaku) de Tamura Taijirō (1911-1983), pero ya han superado la miseria de la inmediata post-guerra y no les basta tan sólo con sobrevivir. Por muy nihilista que parezca su actitud, en el fondo los protagonistas de Ishihara tienen un profundo deseo de trascendencia vital. El deporte y el crimen les proporcionan espacios morales de respuesta simple: hay ganadores y perdedores, los que roban y los que son desplumados, los que dan la paliza y los que la reciben. Los estudiantes de «La clase gris» que hurtan en tiendas no lo hacen porque necesiten lo que sustraen, sino porque les sirve para dar sentido a sus vidas en contra de lo que oyen en clase. Esta lógica de la rebeldía pura les parece más viva y real que cualquier discurso moral. «Me río del bien y del mal», dice el protagonista de «La cámara de torturas» mientras le dan una paliza que casi le mata. «No tengo tiempo para pensar en eso. Si piensas, no avanzas. Quiero destruir todo lo que me oprime, aunque no sepa dónde está» (p. 158).
Después de leer estos relatos con detenimiento, resulta menos misterioso cómo un enfant terrible de los años 50 se convirtió en un político conservador en los 70. Sea cual sea nuestra opinión del Ishihara político, de todos modos, es innegable que supo crear un imaginario que conectó con la generación de post-guerra en un momento de tránsito entre las ruinas del idealismo imperial y las entonces aún inciertas promesas del «milagro económico» japonés.