Kazumi Yumoto, Viaje a la costa, Nocturna, 2016.
(Kishibe no tabi, 2009)
Traducción de Rumi Sato y José Pazó Espinosa.
217 páginas.
Triste, pero ideal: imagina que alguien que marchó para siempre regresa a nuestro lado una temporada. Imagina que puedes tener esas conversaciones que el fin de sus días no permitió, que puedes saber por qué desapareció sin más, o por qué su partida fue tan repentina. Imagina que aparece en tu cocina cuando estás preparando la que era su comida favorita. Eso es exactamente lo que ha hecho Kazumi Yumoto en Viaje a la costa: imaginar que el marido de Mizuki, Yusuke, dado por muerto tres años después de su desaparición, vuelve para visitarla una noche mientras ella cocina shiratama, su dulce favorito. No parece venir Yusuke del Inframundo, ni del peor de los infiernos. Su tormento es interior, y su apariencia natural (le crece la barba, se baña, come con apetito) normaliza lo que en ningún caso es una historia de fantasmas. Viaje a la costa es otra muestra más de la flexibilidad que lo fantástico ha tenido siempre en la literatura japonesa, un coqueteo con lo sobrenatural que de nuevo resulta tremendamente significativo.
Mizuki y Yusuke deciden entonces hacer las maletas y partir en coche hacia diferentes lugares que guardarán un importante aprendizaje para ellos. Como toda novela de viajes, esta también es una historia hacia el interior de los protagonistas. Ella, que siempre se sintió abandonada, empieza a comprender por qué el marido la dejó de repente y se lanzó al mar. Con una vida aparentemente feliz y resuelta, Yusuke gustaba de buscar en otras mujeres lo que la calidez del hogar no le brindaba. No soportaba la presión externa: ni la familiar, ni la social, ni la del sistema educativo, que siempre le había obligado a invertir todos sus esfuerzos vitales hasta que por fin logró ser odontólogo y profesor de universidad. Una suma de presiones, unidas al deseo de individualidad e independencia, le llevaron a abandonar a Mizuki. Sin embargo, no es el impulso del arrepentimiento lo que le lleva a reaparecer ante su mujer, sino un deseo de explicarse sin palabras. Y ahí radica el valor de esta obra de Yumoto: la novela mantiene desde la primera página un tono lírico que va sugiriendo más que aclarando el estado anímico de los personajes y las razones que les llevaron a actuar como lo hicieron.
No sólo los dos protagonistas, sino cualquier otro personaje con quien se encuentran entran en esta dinámica de lirismo. Mizuki y Yusuke van conociendo a ancianos, familias, matrimonios rotos, niños felices, y suelen quedarse a vivir un tiempo con ellos. Trabajan en sus labores (restaurantes, cultivos…), conversan al lado de ríos y cascadas o frente a bosques. Bajo todo personaje, bajo todo conflicto, late el deseo de encuentro con el Otro, sea la pareja, sea un amigo, sea un familiar, un deseo que nace ante la frustración de una tremenda soledad que cualquier lector reconocerá como contemporánea. La obra se mueve en la distancia entre nuestro anhelo de poseer a los demás y el juicio al que los sometemos cuando ni sus personalidades ni sus acciones se ajustan a nuestros deseos.
Viaje a la costa ha de leerse con lentitud, para que empape bien el sentimiento que sostiene cada una de las páginas. La autora muestra su habilidad como narradora al salpicar el lirismo general con varias notas de humor (casi siempre, absurdo o negro) e incluso con suspense, presente en alguna escena donde se apunta al misterio o incluso al terror. Además, conforme avanza la novela, abundan pasajes donde se mezclan el sueño y la realidad, algo que, añadido al hecho sobrenatural del regreso del marido muerto, multiplica los niveles de la historia al tiempo que sus posibilidades interpretativas. La autora Yumoto ha sabido templar bien la conjunción de estas distintas capas de la realidad, y cualquier lector encontrará que no disparata las anécdotas que va contando sino que las afina adecuadamente para que tengan un sentido coherente. Personalmente, creo que Viaje a la costa nace de una intuición literaria muy potente y efectiva.
Poco tiempo después de haber desaparecido Yusuke, y en su desesperación por encontrarlo, Mizuki recibe el consejo de transcribir el Sutra del Corazón, uno de las escrituras budistas más poderosas según esta tradición religiosa. Quien haya visto la genial alegoría Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (2003), de Kim Ki-duk, reconocerá esta escritura: cuando su discípulo vuelve convertido en un asesino, el monje protagonista, habitante de un simbólico templo en un lago flotante, coge un gato blanco y, con su cola mojada en tinta, pinta este sutra en el suelo, y le encarga a su ex-discípulo que lo grabe a cuchillo en la madera para apaciguar su corazón. En Viaje a la costa, Yusuke dice a su mujer que, cuando queme las hojas donde escribió el Sutra del Corazón, él volverá a desaparecer. Una de las frases más famosas del sutra enuncia que “la forma es vacío, el vacío es forma”. Esta frase adquiere en la novela un sentido posible: ante la transitoriedad de la existencia, ante nuestra condición mortal, ante la certeza de que lo poseído acabará desapareciendo (como el marido de Mizuki), sólo queda la felicidad de aguardar sin deseo, de depositar nuestra felicidad sobre lo que no sea perecedero. No creo que ninguna vida humana lo consiga plenamente, pero Mizuki, la protagonista de esta novela, hace un memorable intento. ¿Qué hay al final de este viaje a la costa, sino el mar? ¿Y qué simboliza el mar? ¿El Todo, o la Nada? Este libro, como una vida, es la búsqueda de esa respuesta.