«El depósito de cadáveres» («Shitaishitsu», 1909)
Iwamura Tōru (1870-1917)
En una ocasión me salieron unos forúnculos en el cuerpo, y me dijeron que no había otra opción que ingresarme para que me los sajaran, así que fui a un hospital de Kioto. Por aquel entonces, mi hermano pequeño era estudiante de medicina, y acudía con frecuencia a visitarme. Esta es una de las cosas que me contó en una de nuestras diversas conversaciones.
Un hospital es, por naturaleza, un lugar en cierto modo lúgubre. En mitad de la noche se oyen los lamentos de sufrimiento de los enfermos de las habitaciones de al lado, pasan ataúdes blancos por el oscuro pasillo…, algo sinceramente siniestro.
Una noche, mi hermano estaba solo trasteando con huesos humanos y demás en la sala de autopsias de la primera planta, estudiando anatomía con fervor. Alrededor de las diez, decidió volver a casa porque ya era muy tarde. Echó el pestillo de la sala, se dirigió a la planta baja y, justo al lado del patio interior, cruzando el oscuro pasillo, llegó frente a la conserjería. Al ver ahí solo al conserje, con un aire abatido y como aburrido, le dijo: «Qué solo está usted aquí, ¿eh?», y entró en la habitación, donde ambos se enfrascaron en una conversación. Mi hermano preguntó al conserje: «Seguro que ocurren cosas espantosas en una habitación como ésta, mientras usted está durmiendo aquí solo, bien entrada la noche, ¿verdad?» A lo que éste contestó: «Ahora ya estoy acostumbrado, pero cuando entré aquí por primera vez, de vez en cuando ocurrían cosas terroríficas que le ponían a uno los pelos de punta, en serio». Mi hermano, muy interesado, se inclinó hacia adelante e inquirió: «Pero, ¿qué tipo de cosas?» Y el conserje le contó, más o menos, lo siguiente:
Entre el patio interior y el lugar donde se ubica la conserjería, se encontraba el depósito de cadáveres, con el aula de anatomía pegada a él. Este conserje empezó a trabajar justo en invierno. Una noche estaba solo, durmiendo en el cuarto. A través de la ventana de cristal se oía el murmullo de las hojas caídas de los árboles del patio interior, arrastradas por el viento invernal. Como a su alrededor todo estaba completamente desértico, el sonido se magnificaba y no podía dormir tranquilo. Además, la conserjería estaba conectada mediante unos cables de alarma a las habitaciones, por lo que, cuando llamaban desde una de ellas, sonaba un timbre en su cuarto y de golpe giraba una placa con el número de la habitación correspondiente. El caso es que, como para él era su primera vez, esto le resultó muy perturbador.
Cuando estaba adormilado bien entrada la noche, mientras oía el incesante murmullo del viento invernal, súbitamente sonó el timbre sobre su almohada con un pitido estridente. Pensando cosas como: «¡Madre mía, a estas horas…! ¿De qué habitación llamarán? ¡Qué pesadez!», se encontró sin quererlo alzando la cabeza y, al fijarse, vio sorprendido que la placa que se había dado la vuelta era la del depósito de cadáveres, donde, sin lugar a dudas, no había nadie. Aterrorizado y pensando que esto era imposible, se metió de nuevo en la cama. Volvió a sonar el timbre y a girarse de golpe la placa del depósito de cadáveres. Pasó toda la noche temblando sin poder soportarlo, hasta que por fin amaneció. Aunque en la actualidad, curiosamente, «eso ya no me asusta», dijo el conserje con gran serenidad.
Mi hermano me contó que, al mirar involuntariamente hacia el depósito de cadáveres a través de la ventana, sintió un escalofrío.