Kappa Bunko: Literatura japonesa

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El pie de Fumiko

Tanizaki Jun’ichirō, «El pie de Fumiko»
(«Fumiko no ashi», 1921)

Una de las “Cinco bellezas” (Gonin bijo) de Utagawa Kunisada (1786-1865). Imagen de The Moon Has No Home, Japanese Color Woodblock Prints (University of Virginia Art Museum)

Una de las “Cinco bellezas” (Gonin bijo) de Utagawa Kunisada (1786-1865). Imagen de The Moon Has No Home, Japanese Color Woodblock Prints (University of Virginia Art Museum)

Maestro,

Le ruego disculpe la descortesía de este joven estudiante, que no ha tenido el placer de conocerle en persona, al enviarle esta carta de manera tan repentina. Con ella me dispongo a pedirle que por favor lea, de principio a fin, el relato que voy a exponer a continuación. Soy consciente de lo ocupado que debe estar y le agradecería sinceramente que me dedicara una parte de su tan preciado tiempo.

Puede que resulte un tanto atrevido por mi parte el hecho de pedirle una cosa así, pero estoy convencido de que esta historia no carecerá de interés para usted. Tan solo con que le pareciera valiosa en lo más mínimo y le sirviera de inspiración para alguna de sus obras, lo consideraría todo un honor. Así que bajo ninguna circunstancia trataría de oponerme a que utilice este material para una novela, al contrario. Si le soy sincero, ese es mi más profundo deseo y la intención con la cual le dirijo esta carta. Nadie más que usted, por quien siento una gran admiración, podría comprender el mísero y enigmático estado mental del protagonista de mi relato y ser capaz de entender y compadecerse de su situación. Siendo ése el principal motivo por el que le escribo, reconozco que sólo con que leyera este texto, me daría por más que satisfecho. Aún así, le agradecería que por favor hiciera todo lo posible por usar este material en un futuro.

Pese a que probablemente esté siendo demasiado optimista y mi insistencia le moleste, estoy seguro que de acceder a mi petición, el protagonista de esta historia se alegraría enormemente. Además, los hechos narrados aquí le resultaran de lo más interesantes a una persona con su imaginación y experiencia. Por mi parte, soy persona sin ningún talento literario y mi redacción es sin duda mediocre, pero le ruego que se fije en el contenido y lea este escrito hasta el final.

El protagonista de mi relato ha fallecido recientemente. Se llamaba Tsukakoshi y procedía de una familia que desde la época Edo regentaba una casa de empeños en la zona de Nihonbashi, concretamente en el barrio de Muramatsu-chô. Tsukakoshi era la décima generación en seguir con el negocio familiar. Murió hace ahora justo dos meses, el dieciocho de febrero de este mismo año, a la edad de sesenta y tres años. Desde los cuarenta sufría de diabetes y había llegado a estar tan gordo como un luchador de sumo. Sin embargo, a los cincuenta y seis contrajo una tuberculosis que le hizo perder peso de año en año, hasta dejarlo delgado como un palillo. Durante su estancia en Shichirigahama, Kamakura, fueron sus pulmones, no la diabetes, los que empeoraron gradualmente y finalmente le llevaron a la muerte.

Al trasladarse a Kamakura, se retiró y traspasó la tienda a su yerno Kakujirô. Por ese motivo, su familia adquirió la costumbre de llamarle  “el jubilado”, nombre que yo mismo utilizaré para referirme a él en mi relato.

El jubilado tenía muy mala relación con su familia de Tokio e incluso en el momento de su muerte, solamente su única hija Hatsuko, la mujer de Kakujirô, acudió a visitarle. Los Tsukakoshi procedían de una prestigiosa familia de Edo que debía contar con cinco o seis ramas solo en Tokio. A pesar de ello, ninguno de sus parientes se dignó a hacerle una visita durante su enfermedad y la ceremonia funeraria que le procuraron fue lo más triste y sobria posible. Los únicos que lo acompañamos en el transcurso de su enfermedad y en los momentos previos a su muerte fuimos su fiel sirvienta O-Sada, que no abandonó su cabecera ni un momento, su concubina Fumiko y yo.

Llegado este punto me veo obligado a detallar mi relación con el jubilado, así como a hacer una pequeña reseña sobre mis orígenes. Nací en Ukumi, en la prefectura de Yamagata. Tengo veinticinco años y soy estudiante de Bellas Artes. Como mi familia y los Tsukakoshi son parientes lejanos, al llegar a Tokio sin lugar adonde ir, me dirigí directamente de la estación de Ueno a la tienda de empeños de Muramatsu-chô con una carta de presentación escrita por mi padre. Por aquel entonces, el jubilado era aún el cabeza de familia y se ocupó de mí.

A raíz de entonces acudí a Muramatsu-chô unas dos o tres veces al año, en lo que eran más bien visitas de compromiso. Sin embargo, en este último año, nuestra relación se fue estrechando poco a poco.

Por bien que esta historia tiene al jubilado como protagonista, su concubina Fumiko y yo mismo aparecemos envueltos en gran parte de la trama. Mi función no se limita a la de simple espectador, sino que de alguna manera podríamos decir que mi papel adopta una relevancia considerable. Mientras que por un lado represento la psicología del jubilado, al mismo tiempo trato de analizar mi propio estado mental.

¿Cómo llegamos el jubilado y yo a entablar una relación de amistad? Mejor dicho, ¿por qué motivo empecé yo a aproximarme a él? Es necesario empezar mi relato aclarando estas cuestiones. A primera vista sería impensable que entre un joven criado en la prefectura de Yamagata y un anciano originario de la Shitamachi[1] del viejo Tokio shogunal, existiera algún punto en común, ya fuera en aficiones, cultura o temperamento. Por lo que a mí respecta, un estudiante de provincias amante de la literatura y el arte occidental, soñaba con llegar a ser pintor algún día. El jubilado, por su parte, destacaba por ser un genuino personaje del Edo feudal, amante de las antiguas costumbres y tradiciones de la época Tokugawa. En mi opinión, por muy avezado que pareciera, el anciano no era más que un fanfarrón que pretendía pasar por un entendido. Así pues era obvio que, a juzgar por cualquiera, él y yo no estábamos destinados a llevarnos bien. No obstante, nuestra cordial relación fue el resultado de mi propio acercamiento a él. Por su parte, al ser odiado y rechazado por su familia, recibía de buen grado las atenciones de un pariente lejano que le visitaba de vez en cuando mostrándose de lo más respetuoso. Tal fue así que, en los días precedentes a su muerte, mis visitas diarias le resultaban indispensables, tanto como lo era la presencia de su concubina Fumiko. No obstante, cabe destacar que de no haber sido por mi iniciativa, nunca hubiéramos llegado a tener una relación tan íntima.

Cualquiera que desconociera las circunstancias de nuestro acercamiento pensaría que mis visitas eran el resultado de mi buena fe y compasión hacia un pobre anciano aislado de su familia. Pero no puedo sino ruborizarme ante una interpretación tan generosa, puesto que los motivos reales por los que me interesé por el jubilado no son ni mucho menos tan elogiables. Debo confesar que la razón de mis visitas era más que nada el poder ver a su concubina Fumiko. Por supuesto era consciente de que un simple estudiante de provincia como yo no podía aspirar a nada de nuestros encuentros. Aún así, la imagen de Fumiko me perseguía constantemente, tanto que ni siquiera podía soportar el tener que esperar diez días para volver a verla. Por ese motivo, utilizaba cualquier pretexto para acudir a casa del jubilado.

Fue el hecho de que llevara a vivir con él a Fumiko, una geisha de Yanagibashi, lo que hizo que su familia lo repudiara. Ocurrió en diciembre de hace dos años, cuando él tenía sesenta años y Fumiko acababa de ser nombrada geisha a sus dieciséis años ya cumplidos. Hacía tiempo que el descarado libertinaje del jubilado inquietaba a sus familiares, pero como este pasatiempo venía de los tiempos de su juventud y era algo común entre los vividores de la época, no eran demasiado duros con él y confiaban en que al llegar a los sesenta finalmente se calmaría. Según lo que había oído decir, el jubilado se había casado por primera vez a los veinte años y había cambiado de mujer un total de tres veces. Después de divorciarse de su tercera mujer a los treinta y cinco, parece ser que decidió continuar soltero. Su única hija Hatsuko es fruto de su primer matrimonio.

Sus reiterados divorcios no pueden explicarse únicamente por su libertinaje, sino por una razón secreta, una inclinación oculta que hasta hace poco era desconocida por todos.

No solo era caprichoso con respecto a la elección de sus esposas, sino que lo era también con las geishas. Cuando se le creía prendado de una mujer, no pasaba ni un mes sin que se encaprichara de otra. No obstante y pese a su condición de vividor, no existe precedente de mujer que llegara a corresponderle en sus afectos. Aunque hubo muchas mujeres a las que persiguió y amó perdidamente, ninguna de ellas mostró sincero aprecio hacia él. A todas les importaba solamente su dinero. Lo más natural para un genuino hombre de Edo, viril y dado a los placeres de la vida bohemia, hubiera sido atraer perdidamente a como mínimo una mujer. Sin embargo, por alguna extraña razón, las mujeres le aborrecían y no hacían más que engañarle. Posiblemente fuera debido a su fama de enamoradizo, que hacía que ellas nunca lo tomaran en serio ni se mostraran dispuestas a entablar una relación duradera con él.

– ¿Es que nunca va a abandonar ese hombre sus diversiones? Que persiga a las mujeres si quiere, ¡pero que se decida por una, o que se busque una concubina! Quizás así logrará asentarse. – Tales eran los comentarios en boca de sus familiares.

Pero fue finalmente con Fumiko, a la que conoció en verano de hace dos años, con la que empezó a sentar la cabeza. El ardor que sentía por ella no parecía enfriarse con el paso del tiempo, sino que cada mes que pasaba su enamoramiento iba en aumento. En noviembre de aquel mismo año, cuando ella ascendía del rango de aprendiz al de geisha oficial, él se encargó de preparar todo lo necesario, haciéndose cargo de todos los gastos del nombramiento. Pero no conformándose con eso, un día se la llevó a su casa de Muramatsu-chô para que viviera con él como su concubina o su esposa, a saber. Sin embargo y como era habitual, la inmesurable pasión del jubilado no era ni mucho menos correspondida por Fumiko. Cualquier persona en sus cabales entendería perfectamente esa postura, dado que existía una diferencia de edad de más de cuarenta años entre ambos. Si Fumiko se mostraba educada y se dejaba llevar por el anciano, no cabe duda de que era simplemente por la cercana expectativa de llegar a heredar su fortuna.

La primera vez que descubrí la presencia de aquella misteriosa mujer en casa del jubilado fue alrededor de Año Nuevo del pasado año, en ocasión de mi visita de cortesía. Fui recibido por la trastienda de la casa de empeños de Muramatsu-chô y conducido por el pasillo hasta donde se encontraba la vivienda del jubilado.

– Ah! Uno-san! – (Mi nombre es Unokichi pero el anciano solía dirigirse a mí con el diminutivo de Uno-san, que además de resultarme odioso, me hacía sentir como un comerciante). – ¡Bienvenido! Entra, pasa por aquí.

Seguramente había estado bebiendo sake. Su frente firme y cuadrada estaba colorada y brillante. Aún estando en casa, iba abrigado con una bufanda de lana y tenía medio cuerpo dentro del kotatsu[2]. Hablaba con el tono característico de la gente de Edo, haciendo vibrar la lengua y con la voz suave de un narrador de rakugo[3]. En aquel momento advertí la presencia de una mujer desconocida y de aire refinado que se encontraba sentada delante del jubilado. Al entrar en el salón la mujer tenía un codo apoyado en el kotatsu. Sus rodillas estaban ligeramente relajadas, mientras que cuello y torso estaban inclinados en mi dirección. Si me refiero a cuello y torso por separado, es debido a la tremenda impresión que me causó la belleza de cada una de esas partes de su cuerpo. Si dijera simplemente que su “cuerpo” estaba inclinado hacia mí, no trasmitiría la profunda emoción que sentí en aquel momento. Su cuello elegante y fino, su esbelto y delgado torso, ambos otorgaban al conjunto de su cuerpo el movimiento ondulante de las olas del mar. La figura de aquella mujer era tan delicada y sensual que incluso después de haberse girado hacia mí, daba la sensación de que aquella sinuosidad continuaba recorriendo su silueta, desde la nuca hasta los hombros que sobresalían del kimono. Quizás fuera la vestimenta que la envolvía lo que le daba aquel aspecto tan provocativo. En lugar de llevar un kimono vistoso y acorde con la moda de la época, vestía con un sobrio kimono de estampado estilo tôzan[4], con el cuello ancho y los bajos demasiado largos.

El jubilado nos contemplaba a la mujer y a mí con la mayor naturalidad.

– Este es Unokichi, un pariente lejano. Es estudiante de Bellas Artes y su padre me pidió que cuidara de él en la medida que me fuera posible. – Sonreía entrecerrando los ojos, con una expresión desagradable. En aquel momento hubiera sido preciso que el jubilado me presentara formalmente a la dama, pero no fue así.

– Mi nombre es Fumi. Es un placer conocerle. Póngase cómodo. – Dijo ella con una voz débil y vergonzosa mientras bajaba la cabeza. Yo le respondí con una reverencia, aunque no sin tener la sensación de haber sido enredado por un zorro.

– ¡Ah, esa mujer debe ser su concubina! – Me dije convencido, mientras observaba la cara del jubilado. A ambos lados de su nariz chata se extendían unas profundas arrugas, y su enorme boca, que le había hecho ganar el mote de “boca buzón”, dibujaba aquella sonrisa desagradable que imaginé que querría decir algo parecido a: ”como bien supones, esta es mi concubina, a la que acabo de instalar en mi casa.” De todos modos, enseguida me di cuenta de que el jubilado adoraba a aquella mujer. Aunque no era de una belleza excepcional, ciertamente la joven era del agrado del jubilado, con encanto, unas bonitas facciones y de hombros firmes, justo el tipo de mujer acorde con los gustos de la vieja Shitamachi. Intuí que la sonrisa del jubilado revelaba cierto orgullo, como si pensara: “he encontrado una mujer preciosa, ¿no te parece?”

Llevaba un kimono demasiado largo para una concubina. Su cabello negro brillaba como la laca y estaba recogido al estilo tsubushimada[5], lo que le confería un aspecto insólito, más adecuado a una geisha arreglada para salir. Probablemente se viera obligada a llevar ese peinado y a vestir con aquel cuello de estilo tôzan para satisfacer los caprichos del jubilado, aferrado a las costumbres del viejo Edo. Por bien que en aquel momento fuera una mera suposición, más tarde pude corroborar esta teoría.

En lo que a mí respecta, prefiero a las mujeres un tanto exóticas, pero una mujer como aquella, que se adecuaba perfectamente a los gustos de Edo, no me era en absoluto indiferente. Su perfección no se debía a la falta de defectos en sus rasgos, sino más bien a la gracia y elegancia que le proferían los mismos. Tales imperfecciones en su medida justa eran lo que atribuía a sus rasgos aquella belleza incomparable.

El contorno de su rostro era ovalado como la forma de un huevo y acababa con una barbilla afilada. Sus mejillas no restaban interés al conjunto facial, puesto que aún siendo pronunciadas, en ningún momento daban la sensación de rigidez. Cada vez que movía los labios para hablar, la carne de sus mejillas se inflaba produciendo un efecto ondulatorio que las mostraba tiernas y rebosantes.

La composición de su frente, incluyendo la parte del nacimiento del pelo, no correspondía a lo que se denomina una frente de estilo Monte Fuji[6]. En su caso, la frente presentaba ligeras entradas a ambos lados de la cabellera, que se expandían a la altura de los ojos. Aunque ciertas zonas rompían con la estética monte Fuji, la línea irregular que emanaba del pelo negro azulado dejaba entrever nebulosamente una frente blanca, que evocaba a la entrada de una bahía. En la estrecha superficie de la frente, no solo se sucedían estos múltiples cambios, sino que producía un intenso contraste con la negrura de su pelo.

Las cejas, arqueadas y espesas, diferían del pelo de la frente en su finura y su tonalidad rojiza, cosa que evitaba producir una impresión de severidad. En lo que respecta a su nariz, era larga y bien proporcionada, pero tampoco carecía de defectos. La punta era excesivamente carnosa y la inclinación del caballete procedente del entrecejo acababa expandiéndose a su llegada a los orificios nasales, dándole un aspecto de pantorrilla. En mi opinión, si la nariz hubiera sido de una perfección igualable a la de las esculturas, no hay duda de que hubiera aportado al conjunto del rostro un aspecto de frialdad. No es que su nariz tuviera forma de dango[7], pero la punta redondeada provocaba una sensación de calidez.

Seguramente le esté resultando molesto el tener que leer mi torpe descripción de cada uno de sus rasgos faciales, pero no puedo evitar el querer reproducir con detalle el rostro de aquella mujer. En la medida de lo posible, deseo transmitirle el tipo de belleza que poseía Fumiko y por ese motivo le pido que por favor tenga paciencia.

Perfectamente situada en aquella cara ovalada como un huevo, se encontraba la pequeña y hermosa boca, que destacaba especialmente por su prominente labio inferior, característico de las mujeres de Edo. En el caso de haber sobresalido en menor grado, la cara hubiera adquirido un aire más distinguido, pero a la vez hubiera perdido el toque seductor y la inteligencia que transmitía aquella boca. Al hablar de inteligencia debemos también referirnos a sus ojos, grandes y con las pupilas brillantes y azuladas como la lazurita, que le proporcionaban una mirada de sabiduría. Esas pupilas parecían adentrarse hacia el fondo de un agua pura e iluminada por los rayos del sol, como los cuerpos ágiles de los peces cuando reposan y relajan sus colas. Y de la misma manera que las algas protegen los cuerpos de los peces, las pupilas se encontraban cubiertas por unas largas pestañas, que al cerrar los ojos se extendían hasta llegar casi a la mitad de las mejillas. Nunca había visto pestañas tan admirables y espectaculares, tan largas que me hacían pensar si llegarían a molestarle a la vista. Al bajar la mirada, pestañas y pupilas se entrelazaban dando la impresión de que estas últimas fueran a salirse de los párpados.

En especial, lo que hacía resaltar esas pestañas y pupilas era el contraste con el color de la piel. Iba muy poco maquillada en comparación con las jóvenes de la época y especialmente poco llamativa para ser una geisha oficial. La blancura de su rostro se extendía diluida como un sueño, en medio del cual esas pupilas destacaban vivazmente, como un escarabajo encima de una hoja de papel blanco. En realidad no es que esté exagerando la belleza de aquella mujer, sino que simplemente confieso honestamente la impresión que recibí al verla.

Tenía la costumbre de retirarme al poco tiempo de haber presentado mis felicitaciones de año nuevo. Sin embargo aquel día, atraído por el gran descubrimiento, decidí quedarme entreteniendo al jubilado hasta las dos o las tres de la tarde, quedándome incluso a comer. A causa de los vasos de sake que nos servía la joven, el jubilado había alcanzado un cierto estado de embriaguez, y yo mismo recuerdo seguirle de muy cerca.

– Disculpa la indiscreción Uno-san, pero no he visto ninguno de tus cuadros y dado que estudias arte occidental, supongo que se te deben dar más o menos bien los retratos al óleo.

El jubilado abordó el tema de forma repentina, obviamente influido por los efectos del alcohol.

– ¡Cómo que bien! Querrás decir más que bien, ¿no? Hay que ver, ¡haga el favor de enfadarse!

O-Fumi-san pronunciaba estas palabras con una voz afectuosa, dirigiéndose a mí con una ligera torsión de la nuca y con los labios hacia adelante, como si quisiera tragar algo.

– No era mi intención insultar a Uno-san al decir más o menos bien. Como bien sabes, estoy hecho a la antigua y soy incapaz de distinguir entre una buena y una mala pintura al óleo.

– ¡Qué curioso! Pues si no entiendes de pintura, ¡no le hables de esa manera!

Con esta insolencia reprimía O-Fumi-san las palabras del jubilado, aún contando en aquel entonces con tan solo diecisiete primaveras. Cada vez que le regañaba, el jubilado se disculpaba, mostrando en sus ojos y labios una sutil sonrisa de felicidad. Su expresión de alegría era tan exagerada que me hacía sentir avergonzado.

– ¡Ay, esta chica me ha marcado un punto! – Decía mientras se rascaba la cabeza de forma desmesurada y se mostraba de lo más abrumado. Se había dejado seducir por la gracia de O-Fumi-san transformándose en un pobre hombre de comportamiento pueril, la viva imagen de un bebé grande. De los tres presentes, el jubilado lideraba con sesenta y un años y yo le seguía con diecinueve. O-Fumi-san, como ya he mencionado, tenía diecisiete años, y era por tanto la más joven. Sin embargo, a juzgar por la situación que describo, el orden de edad parecía claramente invertido, ya que delante de O-Fumi-san, tanto el jubilado como yo nos dejábamos tratar como niños.

El hecho de que el jubilado sacara el tema de pinturas al óleo me resultó algo sospechoso y finalmente comprendí que deseaba que pintara un retrato de O-Fumi-san.

– Aunque no sé distinguir una buena obra de una mala, por alguna razón la pintura al óleo me parece más realista que la pintura japonesa.

Con estas palabras, el jubilado me pedía que dibujara la figura de la joven de la manera más realista posible. Por mi parte, dudaba de poder realizar con éxito tal encargo, pero mis ganas de conocer mejor a O-Fumi-san me condujeron a aceptar la propuesta del jubilado sin vacilación. De esta manera, durante un tiempo llegué a frecuentar la casa del jubilado unas dos veces por semana, con el fin de retratar a Fumiko.

La mayoría de las viejas casas de comerciantes de la Shitamachi de Tokio tenían una estructura similar: una entrada estrecha que conducía a un interior más espacioso pero que iba perdiendo luz natural a medida que se penetraba en él, hasta el punto de llegar a una sala oscura como una cueva. La casa de Tsukakoshi seguía ese mismo patrón, con el interior tan mal iluminado, que los días que hacía mal tiempo resultaba imposible descifrar las letras del periódico a partir de las tres de la tarde. Este hecho se agravaba durante la brevedad de los días de enero, ya que a mi llegada de la escuela de Bellas Artes, el interior de la casa se encontraba ya sumido en la penumbra, a pesar de seguir soleado afuera.

El pintar un retrato en un espacio como ese era una tarea prácticamente imposible. La única luz con la que contaba era la proveniente de un pequeño jardín de cinco tsubo[8] al que daba la sala. Era una luz débil de invierno que apenas brillaba, triste y neblinosa, como si un rayo se hubiera desprendido del sol por accidente. Sentada en medio de aquella oscuridad, su cara ovalada, los rígidos hombros casi desencajados y su nuca hábilmente descubierta, recibían aquel suave reflejo, proporcionando un espectáculo tan sensual que me perturbaba. Sentía ganas de dejar la pintura y de quedarme contemplando esa blanca y suave piel indefinidamente.

Cuando finalmente llegó el momento de empezar a trabajar, el jubilado tuvo el detalle de instalar una bombilla de sesenta vatios y una lámpara de gas que iluminaban la sala de tal manera que incluso hacían daño a la vista. Esta nueva iluminación era más que suficiente para llevar a cabo mi tarea, pero entonces fue cuando surgió el difícil problema de elegir la pose adecuada para la modelo. El encargo original del jubilado había sido un retrato, por lo que yo estaba decidido a pintarla de medio cuerpo.

– Dime Uno-san, ¿no te parece que pintarla sentada tiene muy poca gracia? ¿Por qué no la dibujas en una posición similar a una de estas pinturas?

Mientras decía esto, el jubilado sacó un viejo libro de ilustraciones del fondo de un pequeño armario y lo abrió, enseñándome uno de los grabados. Era una escena del Genji campesino[9], creo recordar que del artista Kunisada[10]. En el dibujo aparecía una joven de una belleza característica de la obra de Kunisada, exactamente la misma belleza de O-Fumi-san. Recién llegada de caminar descalza por el campo, se encontraba al lado de un edificio vacío que parecía un viejo templo. La joven, con intención de entrar, estaba sentada en el porche, lavándose con una toalla el pie derecho cubierto de barro. Su torso estaba ladeado considerablemente hacia la izquierda, oblicuo como a punto de caerse, y sostenido por un delicado brazo. Su pie izquierdo se apoyaba en el suelo con la punta de un dedo mientras su pierna derecha se doblaba en forma de arco y la joven se enjuagaba la planta del pie con la mano derecha. Tal postura evidenciaba la extraordinaria capacidad de los antiguos pintores de ukiyoe[11] para observar la grácil versatilidad de las extremidades femeninas y el gran interés que aquello les producía.

La escena estaba pintada con asombrosa destreza. Lo que más admiración me produjo fue el equilibrio y la delicadeza con la que estaba representada la flexibilidad del cuerpo de la mujer, a pesar de las múltiples y diversas contorsiones de sus extremidades. Estaba sentada en el porche pero presentaba una posición inestable. Como he dicho, su torso estaba inclinado hacia la izquierda y su pierna derecha doblada hacia fuera, lo cual le daba un aspecto de fragilidad que sugería que con solo estirar de su brazo izquierdo, perdería el equilibrio y se desplomaría. Al intentar contener tal peligrosidad, los músculos que se extendían por aquel delicado cuerpo se tensionaban como un alambre, realzando la belleza de la infatigable pose. Un ejemplo de esa tensión era el brazo izquierdo, cuya palma de la mano estaba aferrada a la tabla del suelo del porche, y ocasionaba una especie de espasmo en los cinco dedos. De la misma manera, el pie izquierdo no se apoyaba en el suelo sin motivo, sino que desprendía una gran fuerza, prueba de la cual era la verticalidad de su empeine y la curvatura del dedo pulgar, retorcido como el pico de un pájaro.

La particularidad de mayor sutileza era la correlación entre el pie derecho flexionado, y la mano derecha que se disponía a enjuagarlo. Aunque tal posición debía ser del todo necesaria, el pie derecho estaba en realidad agarrado forzosamente por la mano derecha, tan tirante que bastaba con soltar esa mano para que se estampara contra el suelo. Por otro lado, la mano no estaba simplemente secando la pierna, sino que al mismo tiempo tenía que hacer fuerza para no dejarla escapar. Yo no podía contener mi admiración hacia el refinamiento y el enorme talento de aquel maestro de ukiyoe. Por bien que hubiera sido más sencillo sujetar el pie agarrándolo por el tobillo o el empeine, el artista había introducido deliberadamente la mano entre los dedos anular y corazón, de manera que los dos dedos pequeños sostuvieran todo el peso del cuerpo. Estos dos dedos trataban de escurrirse de la pequeña mano, al mismo tiempo que la flexionada rodilla temblaba oscilante de la tensión a la que estaba sometida.

Maestro, espero que con esta explicación pueda procurarse una idea general del grabado que he intentado describirle. Cualquier escena en la que apareciera una mujer bella, fuera de pie o tumbada, con la mirada perdida y los miembros relajados como un sauce llorón, podría ciertamente resultar conmovedora. Pero representar, como en el caso de este grabado, la tortuosa torsión de un cuerpo flexible como un látigo sin dañar la particular belleza del conjunto, es sin lugar a dudas algo difícil de conseguir. Además de la flexibilidad, la escena refleja tensión, rigidez, nervio, a la vez que expresa delicadeza, movimiento y ternura. Todo ello de una hermosura comparable a la del canto del ruiseñor que a viva voz continúa canturreando con empeño.

En realidad, dotar de tal belleza a una postura como aquella requería que el artista extrajera la vida de cada uno de los músculos de las extremidades de la mujer. A pesar de que no podemos asegurar que el artista no exagerara la postura de la joven para que resultara más seductora, sí que es cierto que el efecto era de lo más natural. Para que una postura como aquella pudiera expresar tal coquetería, era necesaria una mujer delgada, flexible y sensual. Pintar de esta manera a alguien de figura desairada, con las piernas cortas y los hombros anchos podría hacer daño a la vista y provocar vergüenza ajena. Sin duda el artista Kunisada tuvo el privilegio de presenciar en primer plano la figura de una bella dama colocada en esa posición. Debió quedar tan impresionado por la sensualidad de la escena que no dudó en prepararse para reproducirla. No existe otra explicación, ya que con el mero uso de la imaginación no hubiera sido capaz de representar con tanta precisión aquella compleja postura.

Por mi parte, me era absolutamente imposible llevar a cabo el encargo del jubilado y pintar al óleo un retrato de O-Fumi-san en esa posición. ¿Cómo podía un pobre aficionado como yo, lograr igualar la perfección y la belleza de la obra de Kunisada?

En mi opinión, por muy ignorante que dijera ser en materia de pintura occidental, la petición del jubilado era de lo más exigente. En el fondo debía pensar que si incluso los grabados monocromáticos en madera eran capaces de mostrar una belleza tan viva, el efecto de reproducir al óleo un modelo humano, no haría sino aumentar su belleza. Pacientemente intenté hacerle comprender que tan espléndida obra solo podía conseguirse con la técnica del grabado y que para obtener tal resultado con una pintura al óleo, haría falta más talento y habilidad de la que yo poseía. Mi insistencia fue inútil, ya que el jubilado no mostró la menor voluntad de escucharme. Colocó en medio de la sala un taburete de bambú como los que se usan en verano para tomar el fresco y a continuación hizo sentarse a O-Fumi-san. Entonces me pidió que la retratara lavándose los pies.

– Dado que no entiendo de pintura, si el resultado se asemeja en lo más mínimo a la modelo, me daré por satisfecho. De todos modos, agradecería que lo intentaras. Disculpa mi descortesía pero estoy dispuesto a pagar lo que haga falta. – Me suplicaba con insistencia mientras inclinaba la cabeza una y otra vez.

– Sean cuales sean tus motivos, olvídalos. Te lo pido como un favor, concédeme sólo uno…

Diciendo estas palabras, la enorme boca del jubilado – la cual le había hecho ganar el sobrenombre de “boca-buzón”- dibujaba una desagradable sonrisa. Con una expresión con la que era imposible discernir entre si bromeaba o hablaba en serio, repetía incansable la misma súplica.

Habiendo pasado la mitad de su vida dando una imagen de entendido y de persona cuerda, en aquel momento advertí por primera vez que el jubilado escondía un lado oculto. Aquella parte de su carácter revelada por aquella fuerte persistencia, tan empalagosa e incómoda, fue para mí un descubrimiento sorprendente. Su rostro había adquirido un semblante extraño. A pesar de que su actitud al hablar era la habitual, la expresión de sus ojos se mostraba completamente diferente. Se dirigía a mí con la mirada fijada en un punto lejano y sus pupilas parecían hundirse en lo más profundo de los ojos que, inyectados en sangre, mostraban el desorden mental y los nervios perturbados causados por su repentino ataque de locura. Sin duda aquella mirada escondía algún tipo de anormalidad. Intuí que probablemente la razón por la que era aborrecido por sus familiares se encontraba en la sombra de su mirada. Noté que mi cuerpo se estremecía sobresaltado. Pero lo que finalmente confirmó mi intuición fue la actitud de O-Fumi-san en aquel preciso instante. Al darse cuenta de la transformación en los ojos del jubilado, la cara de la joven parecía querer decir: “ya estamos otra vez” y empezó a chasquear la lengua mientras fruncía las cejas. Entonces, como regañando a un niño pequeño dijo:

– ¿Pero qué te ocurre? Uno-san ya ha dicho que es imposible, ¿no ves que de nada sirve insistir? Ciertamente no existe persona tan testaruda como tú. Además, ¡soy yo la que me niego a sentarme en un taburete en medio de la sala en una posición tan incómoda!

Decía estas palabras dirigiendo una mirada hostil hacia el jubilado. Por su parte, el anciano se volvió hacia ella y empezó a llenarla de halagos, suplicándole de rodillas que por favor se sentase en el taburete y se secara los pies. Obviamente su ruego iba acompañado de aquella sonrisa perturbadora, de la misma manera que sus ojos no cesaban de proyectar una mirada triste y ensangrentada. Dejando a un lado la delicada situación en la que me encontraba, no pude evitar el compadecer la suerte de O-Fumi-san. El grabado de Kunisada capturaba la acción espontánea de una mujer en un momento concreto, y en mi opinión, hacer posar a una modelo en aquella postura durante más de tres minutos era una tarea prácticamente imposible. Sin embargo, O-Fumi-san obedeció sorprendentemente a la demanda del jubilado y se sentó recelosa en el taburete, cosa me hizo deducir que existía alguna secreta razón para semejante reacción. Es posible que, de no haber accedido a su petición, la locura intuida en los ojos del jubilado hubiera aumentado hasta el punto de provocarle un arrebato. Me preguntaba si era precisamente por aquel temor, que O-Fumi-san había cedido a aquel capricho.

– De verdad que lamento esta desagradable situación, Uno-san. Este hombre está loco y no hay manera de hacerle entrar en razón. Ya que el resultado le importa poco, haga ver que pinta para al menos conseguir que se calme.

Mientras se sentaba en el taburete, O-Fumi-san pronunciaba estas palabras que confirmaban sobradamente mi deducción.

– Bien, en ese caso vamos a intentarlo.

Sin poder evitarlo, me dirigí hacia el caballete, obviamente movido por la sugerencia de O-Fumi-san de no contrariar al jubilado, no por mi propia voluntad. Poco después, O-Fumi-san se dispuso a imitar la posición de la mujer de la estampa y colocó el brazo izquierdo sobre el taburete, doblando la pierna derecha y agarrándose los dedos del pie, adoptando de esta manera una pose prácticamente igual a la del grabado. Me es imposible explicar con palabras la conmoción que sentí en aquel momento. O-Fumi-san se había transformado en la mujer del grabado de Kunisada al sentarse en el taburete con aquella pose. Me pareció increíble lo mucho que se parecía al original. Como he dicho anteriormente, para expresar tal coquetería con una pose como aquella, hacía falta un cuerpo delgado, flexible y sensual. Son precisamente estos adjetivos los que definen la flexibilidad de las extremidades de O-Fumi-san y atribuyen a la frase un tono de propiedad. De no ser por el hermoso cuerpo de O-Fumi-san, no hubiera sido posible una imitación tan perfecta de la mujer del grabado. Parece ser que en sus tiempos de geisha, su especialidad había sido la danza y aquello verdaderamente lo confirmaba. Cualquier otra modelo no hubiera podido adoptar esa difícil posición tan cómodamente y con tanta desenvoltura.

Fascinado y preso de un sentimiento de embriaguez, comparé infinitas veces a O-Fumi-san con la mujer del grabado. Las comparaba hasta el punto de no poder distinguir cuál era real y cuál un dibujo. Cuanto más las contemplaba, menos diferenciaba a la una de la otra. El cuerpo de O-Fumi-san, el de la mujer de la estampa, el brazo izquierdo de O-Fumi-san, el de la mujer del dibujo, la punta del pie izquierdo de O-Fumi-san, la de la mujer del grabado. De esta manera analizaba una por una las similitudes entre las dos mujeres, y así pude comprobar cómo ambas compartían la misma fuerza y energía interior.

Permítame insistir una vez más en lo mucho que tenía de atractivo y sensual el cuerpo de O-Fumi-san. Por bien que probablemente no hubiera sido del todo imposible conseguir que otra modelo imitara la posición de la mujer del grabado, solamente O-Fumi-san podía expresar tan sutilmente la belleza y la fuerza de cada uno de los músculos y flexiones de aquel cuerpo. Me atrevería a decir que, en lugar de ser O-Fumi-san la que imitaba la postura de la mujer de la estampa, en realidad era más bien a la inversa. Tal era mi convicción, que incluso podría afirmar que la mujer que sirvió de modelo a Kunisada era la misma O-Fumi-san.

No obstante, de entre todos los grabados, por qué razón había escogido el jubilado precisamente este para O-Fumi-san? ¿Por qué le gustaría tanto esa pose? Mi hipótesis se basaba en el intenso deseo que debía sentir el jubilado. Obviamente esa postura acentuaba la sensualidad y la gracia del cuerpo de O-Fumi-san mucho más que cualquier otra pose más corriente. Aún así, únicamente esa razón no podía justificar aquella obsesiva mirada y el comportamiento enajenado del jubilado. Muy pronto empecé a sospechar que su mirada escondía algún secreto y que sin lugar a dudas aquella pose evocaba algún sentimiento profundo en el anciano. Por otra parte, una pose ordinaria no hubiera podido mostrar gran parte de la belleza de aquel cuerpo, como por ejemplo el movimiento de las dos piernas a través de la apertura inferior del kimono, o la línea curva que va de la espinilla a las uñas de los pies.

Desde niño había sentido un extraño entusiasmo al contemplar la belleza del pie femenino, y quizás por ese motivo, presenciar la magnífica curvatura de los pies de O-Fumi-san me producía un inmenso placer. Sus piernas eran rectas y espigadas, como si hubieran sido esculpidas en madera, y descendían hacia el tobillo firme y cuidado con una suave inclinación en el empeine y acabando en los cinco dedos del pie, ordenados de mayor a menor y extendidos hacia delante. Esta perfecta alineación me resultaba aún más bella que el propio rostro de O-Fumi-san. No puede decirse que no exista en el mundo fisonomía comparable a la de O-Fumi-san, pero en lo que se refiere a unos pies tan magníficos y admirables, jamás antes había visto algo parecido. Existen casos de pies planos y de pies con los dedos demasiado espaciados, cosa que, al igual que las facciones toscas, puede producir una impresión desagradable. El empeine de O-Fumi-san era suficientemente carnoso y presentaba el grado justo de inclinación, derivando en unos los dedos perfectamente colocados en forma de “m”, de la misma manera que una dentadura bien alineada. Aquellos dedos estaban tan bien formados que me preguntaba si se conseguiría el mismo efecto al modelar el shinko[12] con tijeras. Sin embargo, con esta comparación no sería posible igualar la belleza de aquellas hermosas uñas situadas en el extremo de cada uno de los dedos del pie. De la misma manera, querría poder comparar esas uñas a las piezas alineadas del go[13], pero no sería adecuado puesto que eran mucho más brillantes y pequeñas. Quizás un hábil artesano podría conseguir tan admirables uñas a partir de una perla de mar, dotándola con un acabado fino y perfecto, después de pulirla cuidadosamente y plantarla en el shinko con la ayuda de unas diminutas pinzas. Cada vez que se me presentaba la oportunidad de contemplar aquella sublimidad, era consciente de la injusticia del Creador a la hora de engendrar a los seres humanos. Así como las uñas de una bestia común y de un ser humano están colocadas, las de O-Fumi-san estaban incrustadas. Cada uno de los dedos de O-Fumi-san estaba provisto de una joya. Si arrancáramos los dedos de sus pies, seguro que podríamos obtener un collar espléndido, digno de una reina.

Aquellos dos pies, simplemente por pisar el suelo o encontrarse relajados encima del tatami[14], producían por sí solos una impresión tan espectacular como la que causa un edificio majestuoso.

El costado izquierdo de su cuerpo parecía desplomarse debido a la inclinación del torso. Solamente uno de los dedos del pie izquierdo tocaba el suelo y sostenía así todo el peso corporal. Como consecuencia, la piel que cubría el empeine extendiéndose hasta los cinco dedos se encontraba en tensión, parecía paralizada y con expresión de sobresalto. El uso de la palabra “expresión” puede parecer cómico en este contexto, pero según mi opinión, tanto los pies como el rostro están dotados de expresividad. Tengo la impresión de que con tan solo fijarse en los pies, es posible distinguir una mujer sensible de una mujer cruel. Sus pies causaban una sensación similar a la que debe sentir un pajarito asustado en el preciso momento de echar a volar, con las alas extendidas y el vientre hinchado para coger aire. El empeine, al estar doblado como un arco, dejaba entrever la suavidad y la ternura de la planta del pie y al mirarlo del reverso, los cinco dedos encogidos parecían alineados como una fila de mejillones.

En cuanto al otro pie, elevado a cierta distancia del suelo por la mano derecha, mostraba una expresión completamente diferente. Probablemente nadie me creería si dijera que “el pie estaba riendo”. Usted mismo, maestro, sacudiría la cabeza en señal de incredulidad. Sin embargo, desconozco mejor palabra que “reír” para definir la expresión de aquel pie derecho. En lo que refiere a su forma, los dos dedos pequeños estaban suspendidos en el aire y los tres restantes, desordenados y ligeramente espaciados, se retorcían graciosamente como haciéndole cosquillas a la planta del pie. De esta manera, al sentir el hormigueo en la planta del pie, los dedos y el empeine adoptaban una expresión risueña. Así pues, dado que se trataba de una cuestión de cosquilleo, no es inapropiado decir que el pie “estaba riendo”. Como bien he dicho, el pie tenía un aire gracioso. Los dedos y el empeine se doblaban con fuerza en dirección contraria, formando una profunda cavidad en el extremo de la articulación. El conjunto del pie adoptaba una forma arqueada, al estilo de las gambas que se usan como motivo decorativo. Esta imagen ofrecía a mi entender, un especial atractivo para los ojos de cualquier espectador. Sin la aptitud para el baile de O-Fumi-san y aquella facilidad para extender y contraer las articulaciones de todo el cuerpo, hubiera resultado imposible flexionar el pie de una manera tan provocativa. Era como ver la figura coqueta de una mujer moviendo su cuerpo en una actitud insinuante y sensual.

Otra característica imposible de pasar por alto era su talón redondo y rollizo. Por bien que la mayoría de mujeres presentan una ruptura en la línea que va del tobillo al talón de sus pies, en el caso de ella no había separación alguna. Muchas veces me paseaba a espaldas de O-Fumi-san para disfrutar del espectáculo de la línea de aquel talón, que me era imposible observar desde delante. Lo miraba secretamente con codicia y deseo hasta que me abrasaba. ¿Cómo serán los huesos y la carne que forman aquel lustroso talón tan dulce y redondo? Desde su nacimiento hasta sus diecisiete años, los talones de O-Fumi-san no debían haber pisado superficie más dura que el tatami o el futon[15]. Incluso llegué a pensar que la felicidad absoluta sería convertirme en los bellos talones de O-Fumi-san y abandonar mi existencia como hombre. De no poder ser, me conformaba con convertirme en el tatami que pisaran aquellos talones. Si me hubieran preguntado qué era más sagrado para mí, mi vida o sus talones, enseguida hubiera contestado que ésos últimos. Por esos talones moriría de buen grado.

¿No serían los pies de O-Fumi-san como dos hermanas hermosas y de rostro similar, que aún siendo independientes, rivalizaban en cuanto a belleza? Aunque ya he gastado suficiente tinta en explicar el tipo de belleza al que tengo en tan alta estima, aún quisiera añadir una cosa más. Desearía hablar sobre el tono de la piel de esas dos hermanas que eran los pies de O-Fumi-san. Por muy bien formados que puedan estar unos pies, si el color de la piel que los cubre no es el adecuado, no es posible que lleguen a alcanzar tal grado de sublimidad. O-Fumi-san probablemente era consciente de la hermosura de sus pies hasta el punto de enorgullecerse de ellos y dedicarles el mismo cuidado que a su rostro cuando tomaba un baño. Por ese motivo, su piel tenía un aspecto luminoso y resplandeciente, con una blancura como la del marfil, lisa y uniforme. Para ser más exacto, ni siquiera el marfil contiene un color tan misterioso y fresco, que quizás podría obtenerse mezclando esta materia con la sangre de una mujer joven. Aquellos pies blancos se teñían de un rosa tenue al llegar a los talones y las puntas de los dedos. Viendo aquel espectáculo, me acordé de los postres de verano, de las fresas con leche y del color que adoptaba el líquido blanco al mezclarse con el jugo de las frutas rojizas. Ese era el color que corría por la línea curva de los pies de O-Fumi-san. Tal vez sea solo mi imaginación, pero sospecho que había accedido a posar de esa manera tan enrevesada por el mero hecho de hacer alarde de sus maravillosos pies.

La emoción que he expresado en relación a los pies del sexo opuesto, el sentimiento de anhelo que inmediatamente se despierta en mí al mirar los pies de una mujer bonita, es como una adoración misteriosa, un acto psicológico que desde mi infancia se ha hallado escondido en lo más profundo de mi ser. Y, consciente de que incluso el corazón infantil alberga esos sentimientos enfermizos, me esforzaba por reprimirlos y no darlos a conocer. Pero al descubrir recientemente en un libro, que no era yo el único en sentir tal perversión, sino que existían innumerables personas que compartían esta adoración por los pies del sexo opuesto (lo que se conoce como “fetichista del pie”), me dispuse a buscar al menos un compañero de gustos semejantes. Fue entonces cuando apareció el jubilado Tsukakoshi y se convirtió en mi cómplice. A diferencia de mi, el jubilado no era lector de nuevas tendencias en psicología y seguramente no conociera el término “fetichismo del pie”, así como tampoco hubiera podido imaginarse que existieran en el mundo otras personas con su misma inclinación. Tal vez creía, como yo de niño, que era el único en sentir una adoración tan perversa. Si incluso jóvenes como yo desconocían esta afección, el hecho de que un genuino hombre de Edo como el jubilado mostrara tal moderna y enfermiza sensibilidad, era una contradicción de la época.

“¿Por qué un hombre tan refinado como yo tiene que sufrir esta extraña enfermedad?” El jubilado debía preguntarse esto mismo para sus adentros, arrugando las cejas y preocupado por las terribles consecuencias de que alguien lo descubriera. De no haber sido condenado a padecer su misma enfermedad y no haber observado sus acciones con desconfianza, él nunca me hubiera revelado su secreto. Como sospeché desde un principio, había algo anormal en el aspecto del jubilado, cosa que confirmaba su extraña mirada de ladrón sobre los pies de O-Fumi-san.

– Disculpe mi indiscreción, pero los pies de esta dama son ciertamente admirables. Estoy acostumbrado a ver a diario modelos en la escuela, pero nunca antes había visto unos pies tan preciosos y espléndidos.

Diciendo esto, mi intención era obtener la confesión del jubilado. Entonces, sonrojándose de repente, sus ojos adquirieron un brillo odioso y chispeante, y su rostro dibujó una sonrisa maliciosa, como la de alguien que intenta ocultar algo. Yo, por mi parte, me dediqué a explicarle valientemente que la curvatura del pie era un elemento importante en la belleza femenina, y que admirar unos pies bonitos era un sentimiento humano de lo más común. El jubilado pareció relajarse y empezó poco a poco a expresar sus pensamientos libremente.

– Antes me he mostrado en contra de su sugerencia, pero es evidente que existe una razón para hacer posar a la dama en esa posición. Al adoptar esa pose, la belleza de sus pies resulta magnífica. No puede decirse que no entienda de pintura.

– ¡Ah, gracias! Me alegra que pienses eso, Uno-san. Puede que no entienda de cosas occidentales, pero en otros tiempos, las mujeres japonesas se enorgullecían de tener los pies bonitos. Las geishas de la era Tokugawa, con tal de enseñar sus pies, no llevaban tabi[16] ni siquiera en invierno. Ese gesto era muy apreciado por los clientes, que lo consideraban de lo más elegante. Sin embargo, las geishas de hoy en día van siempre vestidas con tabi, justo lo contrario que en otros tiempos. Las mujeres de ahora tienen los pies feos y sería impensable que anduvieran desprovistas de ellos. Por eso, ya que soy consciente de la extraordinaria belleza de los pies de O-Fumi-san, le exijo que nunca los lleve cubiertos.

Con estas palabras, el jubilado bajaba su mentón como regocijándose de satisfacción:

– Si comprendes este sentimiento, Uno-san, ya no tengo más que añadir. No importa que la ejecución del retrato no sea perfecta. Si resulta demasiado laborioso, puedes incluso omitir las partes más difíciles, pero por favor, haz un esfuerzo por reproducir con detalle esos pies.

Estas fueron las palabras finales que pronunció con orgullo el jubilado. Una persona normal me hubiera pedido que retratase únicamente el rostro, pero el jubilado me pedía que tan solo pintara los pies. No había ninguna duda de que con tales pretensiones, aquel hombre padecía la misma enfermedad que yo.

Después de aquello, acudí a casa del jubilado prácticamente a diario. Incluso en la escuela, la imagen de los pies de O-Fumi-san se me aparecía de manera intermitente a lo largo del día y no lograba concentrarme en mi trabajo. Tampoco tenía ánimos de dedicarme al encargo del jubilado una vez en su casa. El retrato no pasaba de un simple esbozo y el tiempo transcurría mientras el jubilado y yo contemplábamos los pies de O-Fumi-san e intercambiábamos palabras de admiración. O-Fumi-san parecía conocer perfectamente la manía del jubilado y a pesar de aceptar el aburrido papel de modelo que le correspondía, de vez en cuando mostraba una expresión de fastidio. Aún así, generalmente se mantenía callada e ignoraba nuestras conversaciones. Posaba como modelo, pero no con el fin de ser retratada, sino para convertirse en el objeto de las miradas de un viejo loco y un joven artista. Sin duda se trataba de una mirada bastante desagradable desde el punto de vista de la persona observada. Debo decir que el papel de O-Fumi-san como objeto de nuestra admiración era bastante insólito. Una vez alcanzado este punto, el haber nacido con unos pies tan hermosos parecía más bien un incordio. Cualquier otra mujer se hubiera negado a sufrir los perjuicios de tal cometido, pero la inteligente O-Fumi-san accedía sumisa a ser el juguete del jubilado pretendiendo pecar de inocencia. Aunque se convirtiera en su objeto de juego, su tarea se limitaba a mostrar sus pies y dejar que fueran venerados, cosa que bastaba para complacer y llenar de satisfacción al jubilado. Mirado desde esta perspectiva, no existe labor más sencilla.

A medida que las relaciones entre el jubilado y yo progresaban, él empezó a manifestar su excentricidad más abiertamente. Por mi parte, atraído por la curiosidad, le incitaba a que fuera revelando los detalles de su manía. Ese hecho obviamente implicaba exponer gran parte de mi propia y deplorable naturaleza, pero yo exageraba mis experiencias pasadas más allá de lo necesario y me esforzaba en sonsacar las memorias más vergonzosas del anciano. Pensándolo bien, no actuaba movido por la mera curiosidad de conocer los secretos de otro, sino que probablemente era víctima de un deseo incontenible que se encontraba escondido en lo más profundo de mi ser. Al convertirme en el compañero del jubilado, quizás pretendiera indagar sobre aquel sentimiento abominable que se apoderaba de mí. Después de escuchar mis confidencias, el jubilado se mostraba de lo más receptivo y me explicaba sin reservas sus propias experiencias, que al haber transcurrido desde su infancia hasta sus sesenta años, eran mucho más extensas que las mías y contenían algunos episodios cómicos, así como también desagradables y excéntricos. Ya que resultaría tedioso enumerarlos uno por uno, será mejor omitirlos, aunque para poner un solo ejemplo de su excentricidad, diré que aquella no era la primera vez que el taburete de bambú era colocado en medio de la sala. Anteriormente ya se había encerrado en su habitación para sentar a O-Fumi-san en ese taburete y poder juguetear con los pies de la joven imitando el ademán de un perro. Admitía que ese juego le producía un placer mucho más grande que si fuera tratado como amo y señor por O-Fumi-san.

A finales del mes de marzo de aquel mismo año, el jubilado ultimó los detalles de su retiro y traspasó el negocio de la casa de empeños a su hija y yerno para trasladarse a la residencia de Shichirigahama. La razón oficial fue que su diabetes y su tuberculosis habían empeorado y el médico le había aconsejado un cambio de aires. No obstante, pienso que quizás lo que de verdad buscara fuera vivir a su manera con O-Fumi-san, lejos de las miradas y las bromas de la gente. De todos modos, poco después de trasladarse, el estado de su enfermedad avanzó considerablemente y la excusa inicial para su aislamiento acabó convirtiéndose en realidad. Obstinado como era, el jubilado continuaba consumiendo grandes cantidades de sake a pesar de su diabetes, siendo el empeoramiento de su salud la consecuencia natural de sus hábitos. Además, la tuberculosis avanzaba más rápido que la diabetes, alcanzando un estado de gravedad en el que cada día al llegar la tarde, la fiebre le ascendía a treinta y ocho o treinta y nueve grados. Su cuerpo, que ya hacía un tiempo que había empezado a perder peso, adoptó un aspecto demacrado, que en cosa de quince días le volvió irreconocible. También su carácter bromista con O-Fumi-san desapareció de forma repentina.

La casa estaba construida en la falda de una montaña, orientada al sur y con vistas al mar. La habitación del jubilado era una soleada sala de diez tatamis, donde se pasaba el día estirado en su cama de cara a la luminosa galería. Tumbado todo el día, no tenía fuerzas más que para levantarse para las tres comidas diarias. Sufría hemorragias que cada vez que se producían le dejaban sin aliento, con la frente pálida mirando hacia el techo y los ojos cerrados con aspecto de haberse resignado a la muerte. Un médico del hospital de Kamakura venía a visitarlo cada dos días.

– Su estado es muy grave. Si no le baja la fiebre, el desenlace podría llegar más rápido de lo esperado. En caso contrario, probablemente no durará más de un año.

El pronóstico del médico iba dirigido a O-Fumi-san, alertándola de la delicada situación en que se encontraba. A medida que el estado de salud del jubilado iba deteriorándose, también su carácter se volvía más difícil. En las comidas se quejaba de los alimentos, que según él no estaban bien sazonados, y reprimía continuamente a la sirvienta O-Sada.

– ¿Cómo pretendes que me coma una cosa tan dulce? Te ríes de mí porque estoy enfermo, ¿verdad?

Con la voz ronca y amarga, criticaba de esta manera que la comida tuviera demasiada sal o un exceso de mirin[17], mostrando sus característicos aires de experto y exigiendo todo tipo de imposibles. Debido a la enfermedad, la sensibilidad de su paladar se había visto afectada y por muy deliciosos que fueran los alimentos que se le servían, ninguno resultaba de su agrado. Llegado este punto, su exasperación iba en aumento y en consecuencia, también sus reprimendas contra O-Sada.

– ¡Otra vez con esos disparates! La culpa de que no te guste la comida no es de O-Sada, ¡es de tu boca que ha cambiado! Aún estando enfermo no haces más que decir cosas sin sentido. O-Sada, no le hagas caso, si la comida está mala no tiene más que dejarla.

Cada vez que el jubilado se mostraba crispado, O-Fumi-san le gritaba de manera similar. Al oír tales reprimendas, el jubilado se calmaba rápidamente, encogiéndose como una babosa a la que se le tira sal, y cerrando ligeramente los ojos. En esos momentos, O-Fumi-san parecía adoptar el papel de una domadora de fieras, tratándolo como si fuera un tigre o un león, cosa que resultaba de lo más inquietante para cualquiera que presenciara la escena.

Dada la condición de exigencia del jubilado y el papel de autoridad adoptado por O-Fumi-san, la joven abandonaba al enfermo y desaparecía con frecuencia, regresando después de medio o un día entero de ausencia.

– Me voy a Tokio a hacer unas compras. Enseguida vuelvo …

Como si fuera un monólogo, pronunciaba estas palabras y se preparaba para salir, sin importarle lo más mínimo la opinión del anciano. Se marchaba con una actitud grosera, vestida y maquillada de una manera demasiado elegante para ir simplemente de compras. No hay duda de que aquella actitud de O-Fumi-san tenía que ver con su deshonestidad. Al morir el jubilado obtuvo una pequeña herencia y se casó con un actor que seguro que debía ver a escondidas ya en aquella época. El comportamiento de la joven era de lo más insolente, pero los familiares del jubilado, cansados de aborrecer la pasión que sentía el jubilado por ella, no dijeron nada al respecto. Debían pensar que la enfermedad acabaría con el anciano de un día para otro, y que verse maltratado por una concubina sin corazón era la consecuencia inevitable del destino que él mismo se había labrado. Por otro lado, si nos ponemos en la piel de O-Fumi-san, debía ser absolutamente deprimente para una joven tan bella, el hecho de consumir su tiempo al lado de un viejo moribundo, contemplando día tras día el monótono color del mar.

Dado que desde un principio ella no sentía ningún tipo de afecto por el viejo, y ya le había sacado todo el partido a la situación de enfermo y aislado de su familia en la que se encontraba, esperaba ansiosa la muerte del jubilado, desvelando así sus verdaderos sentimientos. Por ese motivo, de cada cinco días, al menos uno se ausentaba, día en que el malhumor del viejo resultaba insoportable. Así como bastaba con una palabra de O-Fumi-san para que el anciano se volviera dócil y sumiso como un gato, el no verla despertaba su más profunda cólera contra la sirvienta. Incluso en medio de tales arrebatos, al oír el sonido de las geta[18] de O-Fumi-san al regresar, el jubilado se hacía inmediatamente el dormido, acabando súbitamente con todo alboroto. Estos repentinos cambios de actitud eran tan cómicos que ni siquiera la sirvienta O-Sada podía contener la risa.

Además del jubilado y O-Fumi-san, en la casa también habitaba la sirvienta O-Sada, la cocinera O-Sandon y el encargado del baño. Como O-Fumi-san apenas atendía las necesidades del enfermo, la única que se ocupaba de su cuidado era O-Sada. El médico había aconsejado que contrataran a una enfermera profesional, pero el jubilado no lo había consentido. El motivo era que el viejo, aún postrado en la cama sin poder moverse, no había abandonado su afición secreta y el hecho de tener una enfermera en casa, posiblemente le hubiera resultado una molestia para continuar con aquella diversión. Solo tres de nosotros conocíamos aquella realidad: la dueña de aquellos hermosos pies, O-Fumi-san, O-Sada y yo.

Desde su traslado a Kamakura, yo echaba terriblemente en falta a O-Fumi-san, o más bien dicho a sus pies, y por eso les visitaba con frecuencia. Como ella no podía ausentarse cada día y se aburría al no tener a nadie con quien conversar, yo era generalmente muy bien acogido. A menudo me tomaba un par de días de vacaciones en la escuela y aprovechaba para quedarme con ellos. Sin embargo, quien me recibía con más cordialidad era el mismo jubilado. Después de todo era comprensible, ya que de no haber sido por mí, él podría no haber sido capaz de llevar a cabo su afición secreta. Para él, enfermo en cama, mi presencia llegó a ser tan necesaria como la de O-Fumi-san. Fue así desde el momento en que el jubilado desarrolló una úlcera de decúbito en la espalda, que le impedía moverse incluso para ir al lavabo. Tampoco le era posible imitar la postura de un perro. Al no poder hacer otra cosa, se dedicaba sencillamente a contemplar los pies de O-Fumi-san. Finalmente y sin poder evitarlo, acabó por pedir que le acercaran el taburete de bambú a su almohada para hacer sentar ahí a O-Fumi-san y ordenarme que adoptara el papel de perro mientras él contemplaba la escena. De esta manera, imagino que el jubilado recibía un estímulo tan intenso como difícil de soportar para su debilitado cuerpo, un placer para él parecido al de poder sacar pecho. Al mismo tiempo, yo recibía una excitación similar imitando a un perro y por eso accedía encantado a la petición del jubilado. A veces, aunque no me lo pidiera, yo mismo intentaba interpretar todo tipo de juegos. Cada una de esas escenas reaparece claramente ante mis ojos a medida que escribo este relato. La sensación de sentir el pie de O-Fumi-san sobre mi rostro me llenaba de satisfacción y los momentos en que era pisoteado por sus pies, era más feliz que el jubilado que nos contemplaba con admiración. Al convertirme en su sustituto, me postraba a los pies de O-Fumi-san ofreciendo al jubilado todo tipo de ceremonias para que admirara y venerara los pies de O-Fumi-san. Naturalmente para O-Fumi-san debíamos parecer un par de locos excéntricos haciendo de sus pies un juguete.

La irracional perversión del jubilado, que había encontrado en mí un perfecto aliado, aumentaba día a día al mismo paso que lo hacía su tuberculosis. El hecho de que llegara a tal extremo tenía mucho que ver conmigo, ya que después de haber animado al pobre viejo a dejarse llevar por su desenfreno, no podía considerarme libre de culpa. Al final, el jubilado no se conformaba con tan solo mirar mis juegos y empezó a implorar el poder tocar por él mismo los pies de O-Fumi-san.

– O-Fumi-san, ten piedad de mí y pisotea mi frente con tus pies para que pueda morir sin remordimientos.

Emitía esta súplica con una voz débil y carrasposa, jadeando como si le costara respirar. Entonces, frunciendo sus bellas cejas y con una expresión de disgusto como si pisara una oruga verde, O-Fumi-san colocó su suave pie sobre la lívida frente del jubilado. Bajo aquel lozano pie rebosante de vitalidad se encontraba el rostro huesudo y demacrado del viejo, que con los ojos cerrados mantenía una expresión impasible y estática. El anciano parecía fundirse como un helado a la luz del día y daba gracias por aquella bendición suprema mientras se extinguía apaciblemente como llevado por el sueño. Y así, en aquella postura, elevó sus dos abatidas manos hacia su cabeza para lograr acariciar el pie de O-Fumi-san.

Tal y como predijo el médico, en febrero de este mismo año, el jubilado cayó en un estado crítico. Aún así, el viejo se mantenía lo suficientemente consciente como para en ocasiones acordarse de reclamar el pie de su concubina. Había perdido completamente el apetito, pero cuando O-Fumi-san humedecía un algodón con leche o sopa y se lo acercaba a la boca usando los dedos de los pies, el enfermo lo devoraba todo y continuaba relamiéndose indefinidamente. Esta técnica la había ideado el mismo jubilado al inicio de su enfermedad y acabó por convertirse en una costumbre a medida que su estado se agravaba. Si no se le daba de comer de esta forma, el anciano rechazaba todo alimento. Ni siquiera a O-Fumi-san le era permitido usar las manos, solo lo conseguía usando sus pies.

Durante sus últimos días, O-Fumi-san y yo nos mantuvimos a su lado de la mañana a la noche. Después de una visita del médico, que había venido hacia las tres de la tarde para ponerle una inyección de alcanfor, el jubilado empezó a decir:

– Ya no puedo más… De aquí a poco daré mi último suspiro… O-Fumi, O-Fumi, coloca tus pies sobre mí hasta que muera. Quiero morir mientras me pisas…

Su voz era casi imperceptible debido a su debilitado estado pero sus palabras eran claras. O-Fumi-san, callada como de costumbre y con aire de indiferencia, acercó su pie a la frente del enfermo. Continuó en esa posición hasta las cinco y media de la tarde, hora en que murió el jubilado. Dado que permaneció así durante dos horas y media, la joven, colocó el taburete cerca de la almohada del enfermo y sentada iba alternando el pie derecho y el izquierdo. Durante todo ese tiempo, el jubilado habló una sola vez para decir “gracias”, con una voz débil y asintiendo con la cabeza. A pesar de ello, O-Fumi-san se mantuvo callada.

“Bah, no hay nada que hacer. Puesto que esto se acaba, tengamos un poco de paciencia.”- Quizás fuera solo mi imaginación pero me pareció ver una sonrisa en su rostro que reflejaba justamente este pensamiento.

Unos treinta minutos antes de su muerte llegó su hija Hatsuko procedente de la casa de Nihonbashi y obviamente se vio obligada a presenciar aquella escena que podríamos calificar de extravagante, lamentable, cómica o triste. Más que sentir aflicción por su padre, parecía más bien horrorizada y se mantenía rígida con la cabeza gacha, como si no pudiera soportar lo que tenía delante. En cuanto a O-Fumi-san, absolutamente calmada, seguía con sus pies sobre la frente del jubilado y parecía decir “lo hago solo porque me lo ha pedido”.

Desconozco lo duro que debería ser para Hatsuko encontrarse en esta situación, pero para O-Fumi-san, que sentía gran antipatía por los familiares del jubilado, su persistencia era probablemente una manera de reírse de ellos. De todos modos, esta obstinación era en realidad un gesto de caridad hacia el enfermo. Gracias a la acción de O-Fumi-san, el viejo pudo exhalar su último aliento sumido en el más infinito júbilo. Para el viejo moribundo, el magnífico pie de O-Fumi-san en su rostro simbolizaba una nube violeta[19] descendida del cielo para recoger su alma.

Maestro,

Aquí finaliza el relato del viejo Tsukakoshi. Por bien que mi intención era la de exponer el argumento de una manera sencilla, sin querer me he visto arrastrado a usar una escritura difusa. Lamento enormemente que por culpa de mi torpe discurso le haya hecho perder su precioso tiempo. No obstante, ¿no es cierto que la historia aquí narrada no carece de valor? ¿No ilustra la fuerza de los impulsos innatos de la condición humana? Mi estilo literario es ciertamente pobre pero estoy convencido de que una vez corregido y decorado por el talento de su pincel, la historia podría convertirse en una novela espléndida.

Para acabar, deseo de todo corazón que su carrera literaria disfrute de buena salud y le aporte todo tipo de felicidad.

Año 8 de Taisho (1919). Un día de mayo.

Al maestro Tanizaki,

Respetuosamente

Noda Unokichi

[1] Shitamachi: zona del Tokio de la época Tokugawa en donde se concentraba la actividad económica y cultural de la ciudad y donde residía principalmente la clase mercante.

[2] Kotatsu: brasero japonés acoplado en una mesa.

[3] Rakugo : cuento cómico.

[4] Tôzan: estampado de rallas.

[5] Tsubushimada: peinado con un moño en la parte trasera de la cabeza.

[6] Frente cuyo nacimiento del cabello adopta la forma de un triángulo, recordando la cima del monte Fuji.

[7] Dango: pastel de arroz en forma de bola.

[8] Tsubo: unidad de medida equivalente a 3,31 metros cuadrados.

[9] Genji campesino (Inaka Genji) es una parodia del autor Ryûtei Tanehiko de la célebre “Historia de Genji” escrita por Murasaki Shikibu a principios del siglo XI.

[10] Utagawa Kunisada, También conocido como Utagawa Tokoyuni (1786-1865) fue un famoso diseñador de xilografías de la época Edo.

[11] Ukiyoe : xilografía o grabado de la época Edo.

[12] Shinko : especie de rábano blanco confitado que sirve de acompañamiento al arroz.

[13] Go : juego parecido a las damas.

[14] Tatami : estera gruesa de paja cubierta con un tejido de juncos japoneses.

[15] Futon : colchoneta plegable / edredón.

[16] Tabi : calcetines japoneses tradicionales de tela.

[17] Mirin : vinagre dulce de arroz.

[18] geta : zueco japonés.

[19] Nube violeta: en el Budismo, cuando el Buda Amida acude a recoger el alma de los devotos, aparece sobre una nube violeta.

Un comentario el “El pie de Fumiko

  1. Pingback: Jun’ichirō Tanizaki, “El pie de Fumiko” (fragmento) (“Fumiko no ashi”, 1921) – Club Femdom Buenos Aires

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Esta entrada fue publicada en abril 14, 2016 por en Traducciones y etiquetada con .

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